Te conozco y no sé tu
nombre.
Cada
vez que pasas a mi lado ambos agachamos la cabeza.
Tú
por miedo, yo por vergüenza.
Aquel
día, en el patio del colegio, mis compañeros y yo, aburridos, ideábamos alguna
pequeña gamberrada que nos sacara de la monotonía.
Por
casualidad, pasaste por allí en ese mismo instante. Parecías tan tímido y asustado.
Tus hombros agachados y tu mirada al suelo.
Comenzaron
a insultarte, a mofarse de tu presencia; y aunque a mí no me parecía bien, les
seguí el juego.
Lo
reconozco, soy débil, pues el miedo a convertirme en víctima me obliga a hacer
de verdugo. Sólo sigo a un líder, aunque no sea el adecuado.
Todo
empeoró cuando intentaste huir y te alcanzamos. Te arrancamos la mochila y
rociamos todo el interior. Los libros se convirtieron en aves sobrevolando el
cielo; los bolígrafos en ríos de tinta sobre el pavimento.
Llorabas,
gritabas y todos reíamos. El dolor se marcaba en tu cara y el miedo en tus lágrimas.
Pronto
nos rodearon. Eran cientos de observadores que callaban horrorizados pero sin
atreverse a detenernos. Sólo observaban.
No
recuerdo cuanto tiempo estuvimos golpeándote, aunque seguro que tú nunca lo
olvidarás, pero desde aquel día no he vuelto a dormir bien.
Así
que una mañana me levanté decidido, fui a dirección y conté lo sucedido. El
director, se había quedado tan sorprendido que ni siquiera supo qué decir, y lo
que es peor… qué hacer.
Ya
no voy con esa gente. He dejado de tener pesadillas. Ya no tengo miedo y me
gustaría que me perdonaras algún día, pero no sé cómo hacerlo.
Pues
cada vez que pasas por mi lado, ambos agachamos la cabeza.
Tú por miedo, yo por
vergüenza…
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