Te quiero.
Tan solo dos palabras pequeñas, cortas, que unidas guardan
un mundo de emociones y sentimientos en su interior.
Te quiero.
Comenzamos a decirlos desde pequeños. A nuestros padres,
hermanos, familiares más allegados.
Te quiero.
Al primer amor. En momentos especiales: cumpleaños,
aniversarios, cuando tenemos sexo…
Te quiero.
Los hijos. Ellos despiertan de nuevo esas dos breves
palabras y en cada momento de sus vidas se las repetimos y las escuchamos de
ellos de manera continua, hasta que llega la adolescencia y deciden guardarlas
para el primer amor o para momentos especiales: cumpleaños, aniversarios, sexo…
Te quiero.
Luego llega la monotonía, la costumbre, la propia vida, y
damos por sentado que no es necesario repetirla. Ya lo saben. Y esas dos
palabras se convierten en una piedra que guardamos en un rincón de nuestra
mente, esperando paciente volver a salir.
Te quiero.
Pero el tiempo convierte esa pequeña piedra en una gran
losa. Y cada día que pasa sin pronunciarla, pesa más y más. Y sabemos que
deberíamos decirla pero no lo hacemos.
Te quiero.
Hasta que de repente llega el momento. Ese momento que tanto
tememos. Un accidente, una enfermedad, la muerte…. Y como el cava cuando quitas
el corcho, comienza a salir a borbotones.
Te quiero.
Y la repetimos una y otra vez aunque ya no nos escuche.
Abrazando las cenizas que fueron cuerpo. Al cuerpo inerte que fue vida.
Te quiero.
Tan solo dos palabras cortas, que unidas guardan un mundo de
emociones y sentimientos. Tan solo “Te quiero”.
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