Irena Sendler, fue siempre una mujer de gran coraje y muy influenciada
por su padre al que perdió a la corta edad de siete años y del que sólo
recordaba una frase: “Ayuda siempre a quien lo necesite”
Trabajadora en los servicios sociales de Varsovia, su vida cambió
cuando en 1942, los nazis encerraron a todos los judíos de la ciudad, unos
400.000, en un área acotada y rodeada por un muro. El gueto fue la tumba de
miles de personas que morían por inanición o enfermedad e Irena, horrorizada,
decidió que debía actuar.
Consiguió un pase del
departamento de Control Epidemiológico de Varsovia para poder acceder al gueto
de forma legal y allí entraba diariamente para llevar comida y medicinas a los
internos. Una vez dentro, la joven comprendió que el objetivo del gueto era la
muerte de todos los judíos y que era urgente sacar al menos a los niños más
pequeños, para que tuviesen la oportunidad de sobrevivir. Fue así como comenzó
a evacuarlos de las formas más inimaginables.
Los sacaba como enfermos de males muy contagiosos o en ataúdes,
haciéndolos pasar por muertos, en cajas de herramientas o entre los restos de
la basura…, cualquier sistema era válido si conseguía sacar a los pequeños de
aquel infierno. Otra manera era a través de una iglesia con dos accesos, uno al
gueto y otro secreto al exterior. Los niños entraban como judíos y salían al
otro lado, bendecidos como nuevos católicos. La actividad de Irena era
frenética, igual que el riesgo que corría de ser descubierta por los soldados
alemanes.
La joven apuntaba entonces en pedazos de papel, las verdaderas
identidades de los pequeños y sus nuevas ubicaciones, y luego las enterraba en
botes y frascos de conservas, bajo un gran manzano, en el jardín. Allí aguardó,
sin que nadie lo sospechase, el pasado de los dos mil quinientos niños del Gueto, hasta que los nazis se
marcharon.
Ni siquiera las torturas de la Gestapo, que la dejaron postrada en
silla de ruedas, lograron que revelase jamás el lugar en el que estaban
ocultos, ni las personas que colaboraban con ella.
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