Sentada junto al porche, observaba a sus compañeros
disfrutar de una maravillosa y soleada tarde de primavera. Algunos recogían
flores del jardín durante su tranquilo paseo, otros jugaban relajados al
dominó, sentados alrededor de una mesa colocada junto a los setos e incluso, un
grupo de señoras, se habían reunido bajo la sombra de unos árboles y reían a
mandíbula batiente por algo que había comentado una de ellas. Todos disfrutaban
del sol, la brisa y la naturaleza.
Todos menos Manuela.
Aquella misma tarde, había descubierto que tenía
lapsus de memoria.
No sabía cuánto tiempo llevaba ocurriéndole, pero
desde el mismo momento que lo supo, un miedo paralizador la sumió en un estado
de tristeza absoluta.
«¿Acaso lo que me está ocurriendo será eso que
llaman demencia senil?» —se preguntó angustiada.
Durante varios minutos, intentó hacer memoria, pero
ni siquiera conseguía recordar en qué día se encontraba y aquello la
entristeció aún más. Sólo unos fragmentos habían emergido de las sombras de su
mente y esas mismas imágenes fueron las que la llevaron a tal conclusión.
Era el día de su cumpleaños y aquella mañana se
había despertado feliz. Celebraba su octogésimo tercer cumpleaños y sus hijos
vendrían, a la residencia, a visitarla. Se arregló con mimo, escogiendo el
vestido más bonito del armario, se perfumó y se echó un poquito de color en las
mejillas. Siempre había sido coqueta y los días que sabía que venían a verla,
le encantaba ponerse guapa.
No pasó mucho tiempo cuando alguien golpeó en su
puerta y a continuación abrió. Su hija María, entraba con una gran sonrisa y
una enorme tarta de chocolate. Siempre había sido una mujer muy golosa y
afortunadamente la edad no le había robado ese privilegio.
Detrás de ella asomaba su otro hijo. David siempre
había sido un chico bien parecido y aunque la edad no perdona a nadie y la
juventud hacía tiempo que lo había abandonado, continuaba siendo muy atractivo.
María dejó la tarta encima del tocador y corrió a
abrazarla. Fue el abrazo más dulce y anhelado de su vida, luego… una opacidad
absoluta cubría su mente.
Por más que se esforzaba y luchaba por desvanecer
esa tupida niebla, no conseguía acordarse de nada más. Estaba segura de que su
hijo también la habría abrazado, pero no lograba encontrar aquella imagen en su
maltrecha memoria y aquello le hizo llorar.
El miedo, la pena, la soledad y la impotencia, todos
aquellos sentimientos se aunaron como gotas saladas que resbalaban,
incansables, por sus mejillas.
En aquel momento, una enfermera se acercó:
—¿Qué le ocurre Doña Manuela, por qué llora?
Manuela suspiró y con las lágrimas, aún
deslizándose, preguntó:
—¿Cuántos días han pasado desde mi cumpleaños?
La enfermera, al percatarse de lo que ocurría, se
sentó junto a la anciana y acariciándole dulcemente las manos, contestó:
—Han pasado dos días.
Doña manuela soltó un hipido y con el mentón aún
temblando por el esfuerzo que hacía para no seguir llorando, musitó:
—Apenas recuerdo nada. ¿Podría… contármelo?
—Claro que sí —y comenzó a relatarle el día—. Fue
una fiesta preciosa. Vinieron sus hijos y sus nietos y le trajeron una tarta
enorme de chocolate.
—Lo de la tarta lo recuerdo, pero no sabía que
también habían venido mis nietos —sus ojos comenzaron a empañarse de lágrimas
de nuevo.
La muchacha sin soltar sus manos continuó:
—Nos reunimos todos en su habitación y le cantamos “Cumpleaños Feliz”. Éramos tantos que
casi no cabíamos en el dormitorio y D. Marcelo, entre sus prisas por salir porque
no le gustan las aglomeraciones y su cojera, terminó echándose su trozo de
pastel encima. —La ATS le contaba lo acontecido con ademanes muy exagerados,
consiguiendo al fin sacar una sonrisa a la dulce Manuela.
—¿Fui feliz? —preguntó de repente con el dolor y la
tristeza reflejados en su semblante.
—Mucho. Muchísimo. Fue la mujer más querida y mejor
acompañada en cien kilómetros a la redonda. ¡Qué digo en cien, en mil
kilómetros a la redonda! —De nuevo la joven enfermera asió las manos de Manuela
y añadió—: Tiene una familia maravillosa que la adora.
—¿Qué pasará conmigo y con ellos cuando ni siquiera
los recuerde?
La muchacha le besó en la mejilla y contestó:
—Que la seguirán queriendo igual.
Doña Manuela sonrió y volvió la vista hacia el
jardín. Un breve instante después, bajó la mirada hacia sus manos, que
continuaba acariciando la enfermera, sonrió y mirándola a los ojos con
extrañeza, le preguntó:
—Señorita ¿la conozco?
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