Imagen obtenida de: http://www.stikphotos.com/Bicicleta-azul-Blue-Bike
Vivía en lo alto de la loma. En una pequeña y
coqueta cabaña, junto a su abuela.
Sus padres habían emigrado años atrás, y no sabía si volvería a verlos. Y aunque no le importaba demasiado, pues apenas los recordaba y hacía tiempo que había dejado de echarlos de menos; en el fondo nunca perdía la esperanza.
Su abuela siempre le
hablaba de ellos. Le contaba que se tuvieron que marchar para encontrar un
lugar mejor donde ser felices. Un lugar tan especial, que el día que lo
descubrieran, regresarían corriendo a por ellos y nunca jamás volverían a
separarse de él; y luego le decía que tenía los ojos de su madre y el pelo de
su padre, o esa sonrisa pícara que poseía su madre y que su padre adoraba de
ella.
En más de una ocasión
se había mirado al espejo, intentando recordarlos a través de sus rasgos, pero
era imposible. Hacía demasiado tiempo que partieron.
Apenas tenía dos años
cuando se fueron y ya se había convertido en todo un hombre. Al menos es lo que
le decía su yaya, y ella nunca mentía. Además, él se sentía mayor y llevaba mucho
tiempo siendo el hombrecito de la casa.
La única noticia que
recibía de ellos era en el día de su cumpleaños y aquel año le habían regalado,
por su séptimo aniversario, una bicicleta.
Al verla, se quedó tan
impactado, que no podía creerlo. Era una bicicleta grande, azul y brillante;
tanto, que le dolían los ojos cuando el sol se reflejaba en ella.
«Sus padres debían
haber encontrado aquel lugar maravilloso y ser ricos», pensó; pues su abuela,
en la vida habría podido comprar algo así. Si, incluso, había días que sólo
hacían una comida. Eso sí, la fruta nunca faltaba en la mesa y hacía unas
tartas riquísimas.
Aquel día se sintió
feliz, exultante; quizá sus padres volverían a casa o incluso se llevarían a la
yaya y a él, con ellos.
Se sentó en su nueva
bicicleta y comenzó a pedalear, no le resultó difícil, pues había aprendido a
hacerlo de pequeño. Al principio comenzó despacio, con cautela, pero pronto vio
que aquello se le daba bien y decidió coger un poco mas de velocidad mientras
rodeaba una y otra vez la casa.
Su abuela miraba por la
ventana y sonreía por verlo tan feliz.
Y mientras el pequeño
continuaba pedaleando con alegría, la anciana saco un bote de cristal que
escondía, en el fondo de la alacena, echó en su interior unas míseras monedas,
arrancó la etiqueta y colocó otra en su lugar que decía:
“Octavo
cumpleaños.
Monopatín”.
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