Los colores del mundo



Erase una vez, en un reino muy lejano donde el sol nunca se escondía, una princesa que lo tenía todo.

Belleza, simpatía, inteligencia, tierras, oro, joyas... Tanto era así que nada deseaba en el mundo. Todos sus deseos y sueños estaban cumplidos y la vida no le ofrecía nada nuevo, lo cual la sumió en una gran tristeza.

Los reyes preocupados, decidieron que sólo el amor devolvería la ilusión a la joven. Por lo tanto hicieron un llamamiento a todos los reinos del sol.

Unos meses después, los jóvenes más apuestos y ricos del planeta se apostaban junto a las puertas del castillo, con la esperanza de ser el elegido por la princesa.

Entre sus pretendientes se contaban los príncipes más gallardos y los caballeros más valientes de cada reino, y todos la agasajaban con caros regalos y bellos presentes.

Pero la princesa ya no sonreía. Nada le ilusionaba, pues nada había en el mundo que despertara su interés.

Desesperados y alarmados por el estado de su hija, decidieron que aquel que lograra devolver la ilusión a la joven, ganaría su mano como recompensa.

Los jóvenes buscaron las ofrendas más excéntricas o extravagantes que pudieron encontrar: peces extraños, aves con miles de colores, todo tipo de animales exóticos, pero no funcionó. También le ofrecieron las mayores joyas jamás vistas, carrozas de oro y piedras preciosas o vestidos de oro y brillantes. Pero la princesa continuaba mustia.

Una mañana, llegó al castillo un joven campesino con una pequeña caja de madera entre sus manos. 

Los adinerados pretendientes se burlaron de él pues ¿qué podría ofrecer un simple campesino que no hubieran ofrecido ellos de mayor valor?

Sin embargo la princesa sintió curiosidad y enseguida se acercó al joven preguntándole por lo que llevaba en la cajita.

—Mi princesa —contestó— le traigo un presente que estoy seguro jamás ha visto. Y que devolverá a su majestad, la ilusión y las ganas de vivir.

—¿Y qué es eso que crees que nunca he visto? He de decirte que nada hay en este reino que no posea.

—Majestad, lo que yo le traigo, nadie en este reino lo ha visto jamás y puedo demostrárselo. Dentro de esta pequeña caja le traigo los colores del mundo.

La princesa se sorprendió al escuchar aquello. ¿Los colores del mundo? ¿Cómo podrían caber todos ellos en esa diminuta caja? ¡Era imposible!

—Sabrás que si me mientes morirás en la horca. Nadie se burla de una princesa —advirtió.

—Sí majestad. Y también sé que si consigo devolverle la ilusión, me convertiré en el nuevo príncipe del reino —dijo con descaro, lo cual sacó una sonrisa de la joven que por primera vez en mucho tiempo sentía curiosidad por algo.

La princesa cogió la caja entre sus manos y con cuidado la abrió lentamente. Pero opuestamente a lo que pensaba, de allí no se escaparon los colores del mundo, muy al contrario, lo único que había en su interior era un pequeño frasco con agua.

—¿De verdad crees que puedes venir a mi casa, a mi palacio, a burlarte de mí? Jamás me había sentido más humillada. Nadie ha tenido el valor de reírse de mí como lo has hecho tú y eso lo vas a pagar —La princesa se sentía furiosa.

Pero el joven campesino parecía no hacerle caso. Mientras la princesa gritaba improperios, el muchacho abrió el frasco de agua. Colocó una gota en su dedo y la dirigió hacia el sol.
De repente, los rayos atravesaron la diminuta gota y todos los colores del mundo aparecieron en forma de arco.

La princesa calló de repente. No podía creer lo que sus ojos le mostraban. Y quiso coger la gota mágica, pero esta resbaló y los colores desaparecieron.

Entristecida y confundida, miró al campesino que sonreía. Este agarró  con dulzura su dedo y colocó otra gota sobre su blanca piel. En cuanto los rayos la rozaron, de nuevo apareció el milagro y la joven comenzó a reír.

El campesino no solo le regaló los colores del mundo sino que le devolvió la felicidad y el deseo de vivir. Desde aquel día nunca más volvió a perder la dicha.

Cuenta la leyenda que la boda fue la más comentada del reino pues ordenaron poner fuentes por todo el territorio, así se aseguraban de que no volvieran a faltar “los colores del mundo”.

A partir de entonces,  el lugar fue conocido como “El Reino Arcoíris”.

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