Dulce primavera


Amanecía y los primeros rayos de sol se colaban por las pequeñas rendijas de las ventanas de madera.

Los pájaros trinaban anunciando el comienzo del día y un gallo, poco madrugador, comenzó a cantar despertando así al resto de seres vivos del lugar. Los perros ladraban, los gatos maullaban y los caballos relinchaban felices.

Vivir rodeado de naturaleza es algo maravilloso, siempre y cuando no tengas alergia al polen, a los animales y encima trabajes en una panadería, de noche, y tengas que dormir durante el día.

Cuando me vendieron la casa me convencieron de que no había un lugar más tranquilo, para relajarse y descansar, que una casita rural. Pero nadie me dijo nunca que los animales podían llegar a ser tan ruidosos.
Además, ¿de dónde salió el gallo? ¡Si no tengo gallinero!

Y encima la alergia. ¿Cómo es posible que te vayas a vivir a un lugar, donde se supone, respirarás aire puro, y me esté medio muriendo por la asfixia? De repente me han salido todo tipo de alergias: A los olivos, al pelo de animal (y ahí incluimos las plumas), a las gramíneas...

¿A las gramíneas?
¡Señores que vivo en el campo. Aquí todo son gramíneas!

El consejo del médico: —Váyase una temporada a vivir junto al mar.

¿Pero qué se cree que soy rico?

Así que aquí me veis, tapándome la cabeza con una almohada para dejar de escuchar a tanto bicho mientras acumulo pañuelos junto a la cama.

Y para colmo los clientes se quejan de que el pan me sale quemado.

Estoy decidido. En cuanto pueda me vuelvo a la ciudad.


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