La casa



Invierno. Una y treinta de la madrugada.

Desde la cama contemplaba por la ventana cómo las primeras gotas de lluvia daban paso a una lluvia más insistente. Una tormenta se cernía sobre la sierra instalando una oscuridad obsidiana solo interrumpida por los relámpagos que dibujaban sombras desafiantes en las paredes, y los truenos que hacían vibrar la casa.

Era la primera noche que pasaban en aquel lugar. Perdido en la montaña y tras mucho caminar, la buena suerte había querido que encontrara aquella vieja cabaña que le cobijaba del fuerte viento y la tormenta. Una casa llena de supersticiones y leyendas, de extrañas muertes, desapariciones y fantasmas, pero que aquella noche posiblemente le estaba salvando la vida.

Aunque la cabaña no tenía luz, la chimenea estaba bien abastecida, lo cual fue un bálsamo para su aterido cuerpo, que enseguida encendió para calentarse e iluminar la estancia.

Cansado y sin nada que comer, decidió irse a descansar.

Pero no era fácil dormir en aquel lugar. Sentía la extraña sensación de que algo no iba bien. Un mal presentimiento que le abrazaba con los largos brazos de la incertidumbre y del miedo, devorándole el alma.

Y para colmo, las paredes del dormitorio estaban llenas de cuadros con personas de miradas vacías. Aquello le recordó que antiguamente las familias tenían la costumbre de fotografiar a sus seres queridos una vez muertos y se prometió así mismo que aunque al día siguiente se iría de allí, no lo haría sin antes descolgar aquellos horribles cuadros que parecían seguirle con esos ojos sin vida.

Cuatro y veinticinco de la madrugada.

Un repiqueteo sonaba insistente en una de las ventanas. Posiblemente sería una rama golpeando contra el cristal.

Seis treinta de la mañana.

 El cielo comenzaba a clarear, la lluvia había cesado pero debía de seguir haciendo viento pues la rama no dejaba de golpear el cristal.

Cansado del reiterado y molesto ruido se dirigió a la ventana del que procedía, para intentar acabar con él, descubriendo entonces horrorizado que el ruido no surgía de una ventana sino del interior de un espejo. Una extraña mujer lo miraba sonriendo mientras con su dedo golpeaba el otro lado del cristal.

Aterrado retrocedió sobre sus pasos hasta terminar en la habitación de los cuadros, aquella en la que los retratos parecían mirarle, sin embargo, allí no había ninguna fotografía. Nunca las había habido, eran ventanas.

Horrorizado por tan espeluznante visión, comenzó a sentir un profundo e intenso dolor en el pecho que le hizo caer de rodillas sobre el sucio suelo. Aún así, el miedo le daba las fuerzas suficientes como para arrastrarse hacia la puerta, pero entonces de debajo de la cama una mano le agarró de repente la pierna y asomando levemente una cabeza dijo:

—Bienvenido a casa. 

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