Cortijo Jurado




A la entrada de Campanillas, sobre una loma, se alza de manera señorial una hacienda de aquellas de antaño, a la cual los siglos han dejado una huella imborrable. Sus paredes herrumbrosas muestran pequeños fragmentos de pintura que alguna vez adornaron sus enormes tabiques. Sus 365 ventanas se encuentran cubiertas con maderas que el clima comienza a carcomer otorgándole un aspecto más fantasmal.

Un cortijo del siglo XIX envuelto de macabros sucesos que empañan la majestuosidad del edificio a la vez que le proporciona un sugestivo encanto.

Tres peldaños, ajados por el tiempo, me separan de convertirme en parte de su historia. La lobreguez del interior me absorbe y camino despacio hasta introducirme en el corazón de aquella longeva casona.

El olor a humedad, polvo y herrumbre no me sorprenden y camino despacio entre la negrura y  el sonido del silencio que me acompaña. Al fondo unas escaleras me invitan a bajar arrastrándome hacia lo más profundo de sus entrañas. Oigo crujir los escalones a cada paso y siento el dolor de mi propio peso sobre ellos.

Tengo miedo. Muchas son las aterradoras historias que se cuentan sobre este lugar: niñas desaparecidas, rituales satánicos, máquinas de tortura, túneles secretos, espíritus, psicofonías… Y sin embargo, deseo con todo mi ser experimentar algún suceso que me demuestre que son reales, que no es mentira, que realmente hay algo más que permanece encerrado entre los muros de la hacienda, que la muerte no es el final.

Continúo caminando, arrastro los pies, apenas consigo vislumbrar nada, mi miedo a caer, a resultar herida, se mezcla con la excitación de ser testigo de algo sobrenatural, mas nada ocurre. No me detengo y un poco más adelante al fin veo claridad. Un par de ventanas, tapiadas con viejos tablones apolillados, sujetados por unos marcos  apenas inexistentes dejan escapar  entre sus grietas pequeños haces de luz en donde miles de motas de polvo flotan intentando huir de la soledad. El tamo cruje bajo mis pies marcando, posiblemente, las primeras huellas en años sobre la superficie de un suelo antaño brillante y reluciente y hoy  convertido en el vestigio de otros tiempos.

Alrededor, las paredes aún guardan el recuerdo de cuadros y tapices, una vez colocados en ellas y hoy sólo sombras y desgarros de telas meciéndose al compás del aire rancio que allí se respira. Paseo alrededor y rozo mis dedos sintiendo la textura que otras manos antes que yo han sentido, y me maravillo, pues ni el tiempo logra borrar la esencia de la vida. Dos personas, dos épocas, y el instante de un roce que une la línea temporal que nos separa.

Entre los cascotes descubro un lugar donde sentarme y a su lado un viejo retrato en blanco y negro levemente protegido por un maltrecho marco. Reconozco la foto, son los Heredia, los primeros dueños, posando felices. Regreso la foto dudando de la veracidad de dichos sucesos y con los ojos cerrados me concentro en el sonido del silencio e intento arrancar recuerdos largamente custodiados por aquellos altos techos empapados de historia. Ya no quiero escuchar lamentos, ni enfrentarme a fantasmas. Ya no. Tan solo necesito sentir la vida que una vez otorgó esplendor a la hacienda y saber que perdurará para siempre entre aquellas paredes que hablan si hablar. Sin embargo, siento una profunda tristeza porque el tiempo me recuerda que nada ni nadie escapa a él y algún día, al igual que aquella mansión, yo también me convertiré en un recuerdo, en una esencia y en un breve momento que quizás unirá a dos personas, dos épocas y el instante de un roce.


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