Querida
niña:
Te escribo a ti, sí a ti, a esa niña
interior que convive conmigo, a esa pequeña asustadiza que se esconde tras la
mujer experimentada, esa a la que la vida ha enseñado cómo ser, cómo sentir y
cómo vivir y, sin embargo, lucha cada día por revelarse.
A ti, porque a pesar de lo que creas
aún eres importante para mí. Sí, es cierto, he crecido. Me he convertido en una
mujer adulta, seria, respetable… pero no por ello he dejado de echar de menos
tus risas, tus locuras y tu alegría e inocencia infantiles; esa sonrisa capaz
de convertir la oscuridad en luz.
Eres esa parte de mí que guarda la
bondad y la ingenuidad; esa personita que todavía cree en el ser humano, en la
amistad y en la felicidad sempiterna; quien consigue arrancar rayos de sol de
las tinieblas, demostrándome que incluso dentro de una tempestad se puede
encontrar un pedacito de felicidad.
No te olvido. Aunque a veces pienses
que te abandono. Aunque creas que ya no te recuerdo, sé que estás ahí,
esperando paciente a que te dé permiso para salir, así que sal, cuando quieras,
cuando así lo desees. Qué más da si la gente piensa que estoy loca. Daría mi
vida por esa maravillosa locura, volver a descubrir el mundo a través de tu
mirada, sentir aquella libertad que solo la infancia te da, dejar de sentir
miedo y disfrutar cada momento con la intensidad que solo tú sabías.
Permíteme que te cuente un cuento:
«Érase
una vez, en un reino muy lejano donde el sol nunca se escondía, una princesa
que lo tenía todo: belleza, simpatía, inteligencia, tierras, oro, joyas… Tanto
era así que nada deseaba en el mundo. Todos sus deseos y sueños estaban
cumplidos y la vida no le ofrecía nada nuevo lo cual la sumió en una gran
tristeza.
»Los
reyes, preocupados, decidieron que solo el amor devolvería la ilusión a la
joven y, por lo tanto, hicieron un llamamiento a todos los reinos del sol. Unos
meses después, los jóvenes más apuestos y ricos del planeta se apostaban junto
a las puertas del castillo, con la esperanza de ser el elegido por la princesa.
Entre sus pretendientes se contaban los príncipes más gallardos y los
caballeros más valientes de cada reino, y todos la agasajaban con caros regalos
y hermosos presentes, pero la princesa ya no sonreía. Nada la ilusionaba pues
nada había en el mundo que despertara su interés.
»Desesperados
y alarmados por el estado de la princesa resolvieron que, aquel que lograra
devolver la ilusión a la joven, ganaría su mano como recompensa. Los
pretendientes trajeron las ofrendas más excéntricas o extravagantes que pudieron
encontrar: peces extraños, aves con miles de colores, todo tipo de animales
exóticos… no obstante, nada funcionó. También le ofrecieron las mayores joyas
jamás vistas, carrozas de oro y piedras preciosas o vestidos de brillantes. Sin
embargo, la princesa continuaba mustia.
»Una
mañana llegó al castillo un joven campesino con una pequeña caja de madera
entre sus manos. Los adinerados pretendientes se burlaron de él. ¿Qué podría
brindarle un simple campesino que no hubieran ofrecido ellos de mayor valor? A
pesar de todo, la princesa sintió curiosidad y enseguida se acercó al joven
preguntándole por lo que llevaba en la cajita.
»—Mi
princesa —contestó—, le traigo un presente que estoy seguro que jamás habrá
visto y que, además, devolverá a su majestad la ilusión y las ganas de vivir.
»—¿Y
qué es eso que crees que nunca he visto? He de decirte que nada hay en este
reino que no posea.
»—Majestad,
lo que yo le traigo nadie en este reino lo ha visto nunca jamás, y puedo
demostrárselo. Dentro de esta pequeña caja porto los colores del mundo.
»La
princesa se sorprendió al escuchar aquello. ¿Los colores del mundo? ¿Cómo
podrían caber todos ellos en esa diminuta caja? ¡Era imposible!
»—Sabrás
que si me mientes morirás en la horca. Nadie se burla de una princesa afligida
—advirtió.
»—Sí,
majestad. Y también sé que, si acaso consigo devolverle la ilusión, me
convertiré en el nuevo príncipe del reino —dijo con descaro, lo cual sacó una
sonrisa de la joven que, por primera vez en mucho tiempo, sentía curiosidad por
algo.
»La
princesa cogió la caja entre sus manos y, con mucho cuidado, la abrió
lentamente. Pero, opuestamente a lo que pensaba, de allí no se escaparon los
colores del mundo, muy al contrario: lo único que había en su interior era un
pequeño frasco con agua.
»—¿De
verdad te atreves a venir a mi casa, a mi palacio, a ridiculizarme? Nunca antes
me había sentido más humillada. Nadie ha tenido el valor de reírse de mí como
lo has hecho tú, y eso lo vas a pagar —gritó la princesa, que se sentía muy
furiosa.
»Mas
el joven campesino parecía no hacerle caso. Al tiempo que la princesa chillaba
improperios el muchacho abrió el frasco de agua. Colocó una gota en su dedo y
la dirigió hacia el sol. De repente, los rayos atravesaron la diminuta gota y
todos los colores del mundo aparecieron en forma de arco ante ella. La princesa
calló súbitamente. No podía creer lo que sus ojos le mostraban y quiso coger la
gota mágica, pero esta resbaló y los colores desaparecieron en el acto.
»Entristecida y confundida miró al campesino, que sonreía.
Este agarró con dulzura su dedo y colocó otra gota sobre su blanca piel. En
cuanto los rayos la rozaron de nuevo apareció el milagro, y la joven comenzó a
reír. El campesino no solo le regaló los colores del mundo, sino que le
devolvió la felicidad y el deseo de vivir».
Querida
niña:
Te escribo a ti. Sí, a ti.
Sé mi arcoíris en los días de
lágrimas, mi flotador cuando sientas que me ahogo. Sé la soga que me saque del
pozo pero, sobre todo, sé siempre tú.
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