Érase una vez un joven
cuentacuentos que viajaba por el mundo buscando nuevas e increíbles historias
que poder añadir a su repertorio. Visitaba aquellos lugares que apenas eran
visibles en un mapa. Pequeñas aldeas o pueblos perdidos y repletos de cultura e
historias que contar.
Una noche, agotado por
el viaje, buscó algún lugar cercano donde poder pasar la noche. A pocos metros
encontró un pueblo llamado «Silencio», bajo el cartel una advertencia no dejaba
lugar a dudas «Prohibido el Paso», decía. El joven, cansado, ni siquiera vio el
letrero, pues llevaba mucho tiempo viajando y había conocido cientos de lugares
como ese. Lo único que deseaba era encontrar algún hostal o pensión donde poder
pernoctar y continuar al día siguiente con su viaje. Sin embargo, hubo algo que
sí despertó su curiosidad; cuanto más se adentraba en la aldea, menos
perceptibles eran los sonidos, hasta que llegó un momento que ya nada se oía. Sorprendido,
pues nunca había sentido un silencio tan profundo, se preguntó cuál sería la
causa que lo provocaba y se prometió investigarlo a la mañana siguiente.
«Al menos, pensó, nada
interrumpiría sus sueños aquella noche».
Pero se equivocaba.
La noche está llena de
pequeños sonidos que sin percatarnos nos ayudan a conciliar el sueño. Los
grillos con su canto, la brisa moviendo la hierba, el susurro de las ramas de
los árboles, el ulular de un búho…; y allí no había nada.
Encerrado en su
habitación, a oscuras y con aquel mutismo como única compañía, en lugar del
gran descanso que esperaba, se encontró con una noche llena de desasosiego.
A la mañana siguiente
decidió buscar a alguien que le explicara la razón por la que nada se podía oír
en aquel lugar.
No tuvo que andar
demasiado cuando encontró a un anciano haciendo cestos de mimbre. El joven se
acercó y le preguntó sin más preámbulos, sin embargo, pronto descubrió que
ningún sonido salía de su boca. Asustado, se llevó la mano a la garganta e
intentó subir el tono de su voz, pero a pesar del esfuerzo no conseguía que se
escuchara nada.
El anciano sonriendo le
hizo un gesto con la mano invitándole a sentarse y luego fue a buscar una
libreta en la que escribió:
—No te esfuerces. Nada
de lo que hagas conseguirá que te escuches. La maldición también ha caído sobre
ti.
El joven alterado le
quitó la libreta al anciano, tenía que saber qué estaba ocurriendo.
—¿Qué me está pasando?
¿Por qué no puedo pronunciar palabra? ¿Por qué en este pueblo no hay un solo sonido?
¿De qué maldición habla? —las preguntas se acumulaban llenas de angustia.
El anciano, con esa
serenidad que solo la edad otorga, le explicó:
—Hace muchos,
muchísimos años, cuando la magia aún existía, llegó un anciano al pueblo.
Enseguida su presencia llamó la atención de todos, ya que el hombre no podía
oír y se hacía entender por medio de signos que hacía con las manos. Aquello
provocó que los niños de la aldea se mofaran de él imitando sus movimientos e
insultándole a voz en grito. Los adultos por su lado tampoco hicieron nada para
que los pequeños parasen. Al fin y al cabo, era un hombre sordo que nada podía
oír y aquellos insultos no le afectarían.
Y así pasaron los días.
El anciano, que se había detenido en este pueblo a causa del extremo cansancio
que sus piernas sufrían, tuvo que quedarse un par de semanas y durante ese
tiempo sufrió las burlas de todos. Chanzas, insultos, cotilleos. Con el tiempo
no quedó hombre, mujer o niño que no se hubiera burlado del hombre que, aunque
sordo, podía sentir en su corazón el rechazo de los habitantes.
El hombre resultó ser
un brujo que furioso, echó una maldición al pueblo y a todo el que habitara en
él. Nadie volvería a oír nunca más.
—Entonces, ¿estoy
sordo?
El anciano asintió.
—Solo hasta que te
marches.
El joven respiró
aliviado y a continuación preguntó:
—¿Y no hay alguna
manera de revertir el conjuro? En todos los cuentos suele haberlo.
El anciano negó con la
cabeza.
—Esto no es un cuento,
hijo. Justo antes de irse el brujo dijo: Solo agua salada vertida sobre la
tierra por un corazón puro romperá el hechizo. Así que durante años mandamos a
los jóvenes más puros a traer agua de todos los mares conocidos y luego lo
vierten sobre la tierra pero nunca nada ocurrió.
Entristecido, el
muchacho miró a los más pequeños que jugaban en la calle. Ninguno de ellos
escucharía jamás la voz de su madre cantándoles una nana o se dormirían con un
fabuloso cuento. El dolor que sintió fue tan intenso que no pudo aguantarlo y
se marchó de allí llorando. Las lágrimas que escapaban de sus ojos mojaban sin
piedad el suelo.
De repente, el trino de
un pájaro comenzó a oírse a lo lejos. Los niños comenzaron a levantarse mirando
alrededor sin saber qué era aquello. Los hombres y mujeres dejaron sus quehaceres
y salieron a la calle. Un instante después, las risas, los gritos y el júbilo
en general llenaban las calles del pueblo. Todo el mundo podía oír y nadie
sabía el porqué.
Nadie excepto un anciano que hacía cestos de
mimbre y que, agradecido, sonrió a aquel joven de corazón
puro que sin saberlo había roto la maldición.
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